jueves, 3 de noviembre de 2016

Podría irme, pero me quedo.

Podría hacerlo,
podría irme,
podría coger mis pedacitos
—uno a uno—
y largarme;
lejos.

Podría hacer la maleta con lo imprescindible
como mi sonrisa rota,
mis folios en blanco,
mis tristezas
y mi corazón oxidado.

Podría despedirme,
o simplemente no hacerlo
y esperar que me echen de menos
o por el contrario
saber quién me echa de más.

Podría subirme en un avión cualquiera
y ver cómo el mundo se hace pequeño bajo mis pies,
pensar que en realidad no soy nada en el mundo
—por la grandeza de éste—
o pensar, por el contrario,
que soy el mundo para alguien.

Podría sentarme en un tejado al azar
y acostarme mientras cuento las estrellas,
mientras dejo que mi mente divague,
se pierda,
se encuentre.

Podría ponerme los zapatos de la buena suerte,
los que ya no me duelen aunque lleve horas y horas con ellos,
los que me han visto dar el primer beso de verdad
y los que han estado mojándose bajo la lluvia por esperar a que me rompiesen el corazón.
Podría ponérmelos y salir corriendo,
como quien huye de su pasado
y no mira a los lados,
simplemente corre.
Podría ponérmelos y volar
aunque no tengan alas.

Podría hacer tantas cosas ahora mismo
que simplemente quiero tumbarme en la cama
y dejar que mis miedos dibujen letras
y construyan textos
como si estuviesen haciendo el amor,
como si no quedase nada.

Joder,
que podría irme,
pero me quedo.

(Y esta vez es por mí)

2 comentarios: