sábado, 12 de diciembre de 2015

Próxima estación.

Miro por la ventana cómo el paisaje va disipándose, haciéndose borroso a medida que voy acelerando. Las vías van desapareciendo debajo del tren y noto cada movimiento.

Mis ojos están nublados. Se prevee tormenta. Más bien, más bien va a llover en breves.

Con él, en cambio, hacía sol.
Era una estación diferente.
Era fácil decirles al resto de estaciones que era mi parada favorita, que su tren era sólo de ida y que no había vuelta.

No sé qué tenía, pero lo tenía.
Era como el olor del café recién hecho una mañana de invierno donde fuera llovía. Como las luces de Navidad en mitad de la Gran Vía. Como un granizado de la mejor horchata de Valencia una tarde de verano, o incluso una noche en lo alto de la Torre Eiffel en París.

Era como el tacto de una manta de terciopelo cuando fuera el frío calaba, como sentir sus manos secas en plena tormenta o como morder sus labios cuando acababa de beber un chocolate caliente.

Era como escuchar tu banda sonora favorita en estéreo, aunque la ligera diferencia era que la banda sonora de mi vida era su risa.

Era mi reflejo en el brillo de sus ojos, mis ganas de verle dormir a diario
y mira si lo hacía, que ya no sabía diferenciar la realidad de los sueños. No sabía si estaba mejor durmiendo, o despierto.
Eran mis ganas de comprar un helado en la primera heladería que viese, pero cogida de su mano.
Era mi felicidad saltando cual niña pequeña a una piscina dando volteretas, celebrando su victoria más deseada.

Es curioso que acabe escribiéndole siempre sobre estas horas —o que, de otra manera—, nunca me canse de hacerlo.

Podría pasarme horas y horas hablando de él, y bueno, si no lo sabía, ya lo sabe. Es así. No me cansaría de escribirle ni de describirle, de soñar despierta con sus ojitos brillando de nuevo en mis pupilas, bailando de nuevo en mi vida.

Si había algo mejor que dormir hasta las tantas del mediodía —o incluso de la tarde—, era tenerle.
Que me moría realmente por descubrir nuevos mundos cogida de su mano, que me cogiese de la cintura cuando me despistara, que me mirase con esa carita de niño bueno y me susurrase al oído “Eres mi vida entera”.

Me moría por sus dedos acariciándome cada centímetro de mi piel y sus labios humedeciéndose mientras los míos se entumecían por las ganas.
Me moría por decir “Sí” a las locuras, y “No” a las normalidades o costumbres; ir al extremo de la no-cordura era lo mío. Y me encantaba.

Ahora, miro por la ventana y rememoro los momentos, me hago une película en la mente y sonrío al verme de protagonista aunque esta vez, esta vez he tenido que comprar la ida y también vuelta.


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